jueves, 22 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XX



Cuando estábamos aproximándonos al muelle de Varadero, empecé a recoger el sedal y la sorpresa fue mayúscula al ver que traía un tarpón de unos trescientos gramos con el anzuelo bien tragado y sin posibilidad de escape porque llevaba un buen rato muerto. Festejando aquella inesperada captura, desembarcamos y nos despedimos del patrón que sonreía para sí mismo; lo que me pareció una evidencia de que él también había pasado un buen día con nosotros. Le ofrecí que se hiciera cargo de la pesca, cuyo escaso valor no menguaba nuestra sensación de júbilo, y nos dijo que si nos quedábamos más tiempo nos llevaría a pescar algo más emocionante. Ya en tierra firme salimos del muelle y nos dirigimos al hotel en un par de taxis.
   
Una vez que terminamos de cenar, me dispuse a cumplir con el encargo que tenía pendiente. Preguntamos por la dirección que tenía escrita en el papel y nos dirigimos, ya tarde, a la casa de Rubén. Cuando llegamos a la casa,  llamamos e inmediatamente abrió la puerta. Nos saludamos y, tras unos breves comentarios sobre la excursión, me hizo entrega de dos billetes diciéndome lo que quería que le comprara: unos vaqueros, una camisa y chicles. ¿Chicles? Le pregunté. Entonces, sonriente y agrandando los ojos me dijo: Sí, nos gusta mucho masticarlos viendo en la televisión las películas americanas en blanco y negro. Y acto seguido me explicó de corrido dónde se encontraba la tienda en una manzana próxima. Los establecimientos donde se podían conseguir ese tipo de artículos, oficialmente existían en Cuba para satisfacer las necesidades de los turistas, pero como era evidente que ningún extranjero estaba interesado en adquirir, al menos personalmente, ese tipo de productos. Más bien, todo parecía indicar que el público objetivo de esas tiendas eran los propios trabajadores del sector turístico cubano, ya que eran las únicas personas que disponían de dólares a través de las propinas que recibían. Aunque sin descartar a aquellos otros, que por su rango y capacidad de influencia, no terminarían siendo los más favorecidos con ese privilegio.

Emprendimos la marcha caminando en busca del misterioso almacén por calles empedradas y con muy escasa iluminación. Poco a poco, se fue apoderando de nosotros un vago sentimiento de inquietud, tal vez debido a la incertidumbre de  estar incurriendo en alguna ilegalidad, o simplemente porque no sabíamos con certeza hacia donde nos dirigíamos. Nada más entrar en la calle supimos, por la bombilla que iluminaba la entrada y por la gente que se agolpaba fuera, la ubicación exacta de la tienda. Esperamos durante un rato nuestro turno y entramos. Era un local pequeño con un mostrador que llegaba casi a la puerta, y en cuyas paredes se alzaban unas estanterías metálicas repletas de pantalones vaqueros de procedencia canadiense que llegaban hasta el techo. Cuando me atendieron le pedí a la dependienta unos pantalones y una camisa de tallas medianas, ya que, entre una cosa y otra, ni Rubén ni yo habíamos caído en aclarar ese detalle, y, por supuesto, los chicles. 

jueves, 15 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XIX


Aquella jaula de hermosas langostas levantó una expectación que ellas mismas parecieron advertir, a juzgar por el entramado de antenas en nerviosos movimientos, y por sus minúsculos y desconfiados ojos, que parecían sospechar lo que les iba a venir encima. Yo desconocía cuantos de los que estábamos allí habíamos comido langosta anteriormente, pero todo el mundo hablaba de ellas como si formaran parte habitual de nuestra dieta. Con todo ya dispuesto para comenzar el ritual, Rubén fue cogiéndolas una a una, y, tras enderezarles la cola, fue colocándolas sobre un tablón de madera. Luego, sin dejar de sujetarlas con una mano para que no enrollara el cuerpo, con la otra mano le daba un certero tajo de machete y la dividía a lo largo en dos mitades. A continuación cogía cada una de las mitades, todavía con vida propia, y las iba ordenando militarmente sobre la parrilla; operación a la que yo le ayudaba con cierta angustia, intentando alejarlas del fuego antes de que se cocieran en exceso.

Después de la comida, descansamos un rato aliviándonos del calor bajo un techado de palmas secas y la compañía de un penetrante olor a hierbabuena, que, como si fueran algas de color verde intenso, estimulaba las cualidades del ron para que desprendiera su aroma cubano en aquellos gruesos vasos de cristal en el que servían los mojitos. Con tiempo suficiente para que no se nos echara la tarde encima, nos fuimos despidiendo de las personas que nos atendieron, y especialmente le dimos las gracias a nuestro avezado cirujano y especialista en asados. Al darle la mano a Rubén, con el que había congeniado y colaborado en las tareas de cocina, me apartó cuidadosamente del grupo y me dijo discretamente que quería pedirme un favor. Yo le respondí que, si estaba en mi mano, podía contar con ello. Entonces dijo que tenía ahorrados unos dólares y quería que le comprara algunas cosas. Le respondí que no sabía dónde estaba la tienda, pero que si me daba las indicaciones oportunas yo le compraría lo que quisiera. Me dijo que él vivía cerca del hotel donde nos alojábamos y que iba a anotarme en un papel la dirección para que fuera a su casa. Me dio su dirección y quedamos para esa misma noche a una hora concreta.

Recogimos las escasas pertenencias que llevábamos, nos despedimos y nos preparamos para embarcar de nuevo en el velero que nos llevaría de regreso a Varadero. Satisfechos por el día tan espléndido que habíamos pasado en el islote, subimos confiados al barco como si lleváramos años navegando por el Caribe y observados en todo momento por el patrón que ya nos miraba con cara complaciente. Una vez que estuvimos acomodados en el barco entre comentarios divertidos y haciendo alguna que otra glosa a la buena vida y a los sobresaltos que nos causó el cruel destino que había tenido aquel manjar marino, busqué mi improvisado aparejo de pesca y lo lancé de nuevo al mar con la esperanza compartida, y el buen humor de todos los que íbamos en el barco, de pescar una buena pieza.

sábado, 10 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XVIII



Yo desconocía si existía alguna base científica que avalara las cualidades curativas de aquél cóctel, pero mi organismo se estabilizó rápidamente y continué con mi vida normal. Por otra parte, no creo que el médico tuviera la intención de dejarme como un palo, aunque quién sabe lo que le pasaba por la cabeza. Lo que sí me quedó muy claro fue que los conocimientos del camarero para curar a ciertos enfermos eran extraordinarios.

Con todo normalizado nos fuimos a la playa. Avanzada la mañana, disfrutando de aquél exótico entorno y ajeno a las experiencias vividas días atrás, alguien comentó la posibilidad de hacer una excursión a Cayo Libertad. El programa incluía el traslado en un velero y la comida por un precio muy asequible. A todos nos pareció una aventura muy seductora poder navegar por aquellas aguas y pasar el día en la pequeña isla. Así que decidimos disfrutar de la experiencia y contratamos la excursión. Salimos al día siguiente en un barco de construcción moderna con un estilizado casco pintado en rojo y una gran vela blanca, que el patrón empezó a desplegar en cuanto zarpamos del muelle. El patrón, como casi todos los marineros, era un hombre de pocas palabras, eficaz con las advertencias y certero en las respuestas, además de un consumado observador.

En el mar las palabras las silenciaba la brisa y se respiraba una cierta inquietud a medida que nos alejábamos de tierra firme. Eso también despertó nuestros sentidos y la sensación de percibir con mayor intensidad la transparencia turquesa del agua y el color azul del horizonte. Una vez que nos adaptamos al barco y al ambiente marino, comenzamos a intercambiar impresiones distendidamente con el patrón que, pausadamente, nos preguntaba por nuestra procedencia y por la vida en España. Ya avanzado el trayecto, se me ocurrió preguntarle si llevaba en el barco una caña de pescar, me dijo que no, pero que tenía tanza y anzuelos y que si quería los podía utilizar. Le dije que sí, y me facilitó los escasos útiles de pesca que llevaba en una veterana mochila de lona. Empatillé un anzuelo y le puse una pequeña plomada, lo suficiente para que no quedara flotando en la superficie, pero carecía de señuelo con el que poder atraer a los peces, así que al ver la pluma de un alcatraz en el casco del barco, se me ocurrió que podía valer. Cogí la pluma y anudándola en el sedal a modo de muestra, largué el aparejo por la borda.

Con la ilusión de pescar algún pez, llegamos al islote y nos dirigimos al bar de la playa  donde nos esperaban los hombres que se encargarían de atendernos. Nos saludamos y nos aseguraron que pasaríamos un buen día. Uno de ellos, Rubén, el encargado de mantener vivo los rescoldos del fuego que había encendido antes de que llegáramos, y sobre el que se asentaba una parilla de hierro, era una persona muy sociable; con él entablé una cordial relación que me permitió disfrutar, más tarde, echándole una mano con las brasas.

El islote no contaba con grandes infraestructuras turísticas, por lo que la impresión de estar sumergidos en plena naturaleza era aún mayor.  Así que pasamos la mañana tendidos en la blanquísima arena de la playa y dando exploradores paseos hasta que llegó la hora de la comida. Fue entonces cuando trajeron una jaula de madera con una buena cantidad de langostas vivas que situaron al lado de la parrilla incandescente.  

viernes, 2 de julio de 2010

1985 Cuba - Capítulo XVII


Pregunté en la recepción del hotel dónde podía consultar a un médico y me dieron la dirección más próxima. Ya en el consultorio, esperamos a que atendieran a un par de pacientes y cuando llegó mi turno entramos en el despacho, donde esperaba el médico sentado y solo detrás de una mesa metálica. Le expliqué el motivo de mi visita y sin llegar a pronunciar no más de cinco palabras ni levantar la cabeza más de lo imprescindible, comenzó a escribir el nombre de los medicamentos que iba a recomendarme; mientras yo lo miraba algo contrariado. Aunque era una persona joven, no debía tener mucho más de treinta años, tenía un semblante serio y distante. Observé que vestía una camisa raída en la que se podían apreciar pequeños agujeros, lo que indicaba que su nivel de vida no estaba por encima de cualquier operario que prestara un servicio común, o eso daba a entender desde una perspectiva material que, en estos casos, es casi inevitable pensarlo. Cuando terminó de escribir me dio dos recetas: una para unas pastillas y la otra para un tónico. Las cogí y le pregunté dónde podía comprar los medicamentos y, como era obvio, me dijo que en la farmacia.

Ya en la calle, preguntamos dónde podíamos encontrar una y la localizamos fácilmente. La farmacia era un lugar amplio, con techos altos, unas ricas columnas de hierro forjado y las paredes cubiertas con unas antiguas vitrinas de madera; se respiraba olor a limpio y el ambiente era fresco y muy saludable para ser una farmacia. Como no había nadie más que el mancebo, que sí vestía una bata blanca, fuimos atendidos inmediatamente. Le di las recetas y después de leer el nombre de las medicinas dijo que no entendía cómo me habían recetado aquello porque hacía muchos años que no existían. Entonces, le pregunté por algo alternativo y me dijo que lo mejor era que hiciera una dieta. No insistí y nos marchamos con la clara idea de que el arroz en blanco era lo mejor para mi dolencia. Pero, ya no podría olvidar nunca la fisonomía y la incertidumbre que me causó aquél médico. Una vez más me pregunté, si aprovechando la oportunidad que le ofrecía aquel sujeto que se quejaba de algo que era síntoma de algún exceso no muy común en la Isla, su actitud se debía a una resistencia pasiva contra el sistema o que simplemente le cogí en un mal momento y, cualquiera de las dos circunstancias tenía mucho sentido.

Al día siguiente me encontré mejor, y estando por la mañana sentado con los amigos de siempre en la terraza del hotel, desde donde se podían ver de cerca las palmeras de la playa y el azul que unificaba el mar y el cielo, el camarero nos preguntó qué queríamos tomar. En mi caso, le dije que no iba a beber nada debido a lo que me ocurría, y me respondió que la angostura era lo mejor para los síntomas que le contaba. La angostura es un condimento muy amargo que se usa en los cócteles para dar un toque a las diferentes mezclas de bebidas; por lo que no parecía muy descabellado lo que me recomendaba el camarero. Aún así, preferí no tomar nada, pero dijo que me iba a preparar un “Bloody Mary” a la cubana, y que ya vería como me sentaba bien. Preparó aquél cóctel y le añadió unas ostras que a mí me parecieron unos berberechos con un color mucho más oscuro que el que tienen los que yo conocía. Aquello no parecía que tuviera buen color, no por el rojo intenso de la mezcla con aquellas almejas flotando, sino por lo que podría resultar si me decidía a tragarme aquellos bichos. Pero la predisposición y la simpatía del camarero no me dejaron opción, y asumiendo el riesgo de curarme definitivamente o quedarme en Cuba hospitalizado, me tomé aquella mezcolanza.