jueves, 28 de octubre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXXIV



Es un poco largo de contar porque uno de los gritos, el que califico de carácter social, tiene que ver con la visita que hizo Franco a Jerez en 1970 para inaugurar la Plaza del Caballo. Donde se había instalado un monumento en el que dos caballos cartujanos desnudos se manifestaban con brío en libertad; una inocente alegoría que podría haber dado lugar a malos entendidos, en otro sitio, pero que al tratarse de Jerez, no creo que nadie dudara lo más mínimo. Aunque Franco ya estuvo oficialmente en Jerez en 1943, -Entonces todavía estaría la sangre demasiado fresca-, me parece que aquella visita sería el acontecimiento más importante que tuvo la ciudad desde la que hizo en 1925 Alfonso XIII. Ese día de la inauguración lo dieron de vacaciones en los colegios no para ir a ver el monumento, que ya tendríamos tiempo de verlo, sino para que fuéramos a ver a Franco; yo tenía entonces doce años. Sabía que Franco era Franco porque en las clases de Educación del Espíritu Nacional que nos daban en el colegio hablaban de él, de España, de la Falange y de lo malos que eran los rojos, pero, sería porque el profesor se empecinaba en distraerme constantemente con los movimientos del bigote o porque me hipnotizaba el resplandor del  pisa corbatas por lo que su espíritu, aunque lo sentía muy cerca, no llegó a poseerme. Sin embargo sí tenía asimilado, de habérselo escuchado a un vecino, que si Franco moría habría una guerra. Con lo cual, todo se enmarcaba en un ambiente muy reservado en torno a su figura. Y era inevitable por otra parte, porque todo el que lo nombraba se ponía muy serio. No recuerdo mucho de los prolegómenos de aquellos días, salvo que venía Franco a Jerez y que ese día no teníamos colegio; que era alguien más importante que nada y que nadie; y que si moría habría otra guerra. Lo peor era lo de la guerra, que me hacía sentir frío en el estómago, debido a la carga tan dramática que manifestó la persona a quién se lo había escuchado. Pero el día anterior sí lo recuerdo, sobre todo la tarde noche. No había casi nadie en la calle, era como si hubieran anunciado por la radio la llegada de un visitante extraño y le hubieran proporcionado instrucciones a la gente para que permanecieran acuarteladas en sus casas en previsión de lo que pudiera pasar. Parecía como si todo el mundo se hubiera puesto de luto. La iluminación de las calles no era como la que tenemos hoy, y en silencio, sin gente, todo parecía más sombrío que de costumbre.

Yo vivía muy cerca de un gran palacio del siglo SVIII convertido en cuartel de la Guardia Civil. Muy poca gente tendría noticias, en aquel tiempo, de que aquél palacio había albergado una de las bibliotecas privadas más importantes del País. Llegó a alcanzar la cifra de once mil volúmenes. –Un gran patrimonio. El propietario sería un personaje muy ilustrado, dijo Germán-. Sí, debió de serlo. El palacio era propiedad del Marqués de Villapanés, un gran bibliófilo y también una persona sensible con la cultura y el desarrollo de la ciudad. Fue el primer presidente de la Sociedad Económica de Amigos del País de Jerez.  Puso en funcionamiento telares y clases públicas en el palacio, y también mantenía abierta la biblioteca a todo el que estuviera interesado en utilizarla para su ilustración. Cuando las tropas francesas ocuparon la ciudad en 1810,  él se estableció en Cádiz y allí se enteró del saqueo del palacio por los franceses. – ¿Se llevaron la biblioteca?-. Supongo que no se llevarían muchos libros; le echarían mano a otras cosas de valor. En Cádiz tuvo sus más y sus menos con los liberales de la época, porque era el director del periódico conservador más influyente que había en la  provincia y, en aquel ambiente tan agitado políticamente, parece ser que no salió muy bien parado. Cuando se fueron los franceses volvió a Jerez y continuó engrandeciendo la biblioteca; que lamentablemente ya no existe. – ¿No?, ¿qué ocurrió?-. Ocurrió algo insólito. Dejó escrito en el testamento su traslado a Génova, donde se establecerían sus  herederos, después de su muerte. Aquella decisión tan extravagante conmovió a la ciudad. -Supongo que se sentiría reñido con el País-. Seguramente, porque después de la marcha de los franceses la vuelta de Fernando VII no fue precisamente lo mejor que nos ha ocurrido a los españoles. Me intriga lo que le pasaría por la cabeza al Marqués. -Es una pena, la estarán disfrutando los genoveses-  Si fuera eso, pero el caso es que el barco que llevaba una parte importante de la herencia se hundió antes de llegar al puerto de Génova, y con él zozobró la biblioteca. Ni para los jerezanos ni para los genoveses. Así que aquel palacio, con el tiempo, terminó convertido en un cuartel sin biblioteca y sin vestigio alguno de ilustración. Su destino fue otro muy distinto, y, ya te puedes imaginar lo que imponía.

Aquel día había en el cuartel más tráfico de lo habitual, y se podía apreciar el transito de guardias que iban y venían a caballo de los relevos. Por la tarde, los niños fuimos reclamados pronto para que dejáramos de jugar en la calle y nos recogiéramos en las casas; era final de Octubre y la oscuridad se hacía pronto. Por la noche, antes de irnos los hermanos a dormir… No sé realmente cómo fue porque lo que recuerdo era que estábamos todos en la cama de mis padres y lo normal era que ellos se acostaran después de nosotros. Es decir, que aquel día debieron de meterse en la cama muy pronto y nosotros todavía estábamos con ganas de seguir el día. No recuerdo nada de lo que hablaban, pero supongo que tendría que tener relación con aquella visita. En un momento dado, me sobrecogí al escuchar a mí a padre decir, en voz alta, unas palabras que nunca antes le había oído: ¡Ese es un asesino! Y es que, de niño, le ocurrió algo muy serio que alteró de forma trascendente su vida ordinaria y aquello le marcaría para siempre. Aunque no fue eso lo que pensé en ese momento, porque con esa edad no se identifican los sentimientos, sólo se asumen. -¿Habían matado a su padre?-, preguntó Germán.

No, no llegaron a matarlo. Mi abuelo tenía un taller de tonelería y había pertenecido al antiguo gremio de toneleros. En los primeros días del Levantamiento, ya era mayor estaba cerca de los cuarenta años, fueron una noche a buscarlo. Mis abuelos ocupaban una parte de la casa donde vivían con el propietario, que era de origen gallego, y su familia. Ellos tenían, en la planta baja, una tienda de ultramarinos. Cuando llamaron a la puerta fue su vecino quien abrió y recibió la noticia de que venían preguntando por él. Entraron y desde el patio llamaron a mi abuelo a presentarse porque traían la orden de detenerlo. Entonces el dueño de la casa dio la cara por él, como se decía entonces, defendiendo su inocencia y asumiendo toda la responsabilidad. Este hombre con el que mi abuelo no mantenía una relación de amistad, pero sí de buena convivencia entre familias, conocía al jefe de los que se presentaron aquella noche porque creo que compartía afinidad política. Aún así le costó evitar entre voces y una gran resistencia, la determinación que traían los falangistas; consiguiendo al final que no se lo llevaran salvándole así la vida. Aquella misma noche mi abuela, que estaba embarazada, abortó.

Mi madre, como todas las madres siempre están alertas y dispuestas a reaccionar cuando el peligro acosa su instinto de protección, cuando oyó a mi padre gritar dijo: ¡Cállate, chiquillo! dando un salto de la cama para asegurarse de que la ventana de la alcoba estaba bien cerrada. Ella sí había perdido a su padre. Seguidamente, nos levantó de su cama y nos acompañó a las nuestras. Tapándonos uno a uno, y dándonos un beso, nos deseó que tuviéramos buenas noches. –Era lo normal, dijo Germán, mi madre también ha sido siempre la más callada y prudente a la hora de recordar esos asuntos-. Me contó una vez mi padre, ya finalizada la guerra, la indignación que tuvo que soportar mi abuelo cuando un día se presentó en el taller un hombre para recogerlo en coche de caballos, con la intención de llevarle a su bodega para encargarle unos trabajos. Teniendo que cruzar la ciudad sentado a su lado. Ese hombre era el mismo que fue a buscarlo aquella noche para matarlo. –Debió de aguantar lo suyo-. Imagínate, todavía era demasiado pronto, como para hacerle un extraño.

Al día siguiente por la mañana, siguiendo la inercia del acontecimiento, me fui a la Plaza de Arenal para ver en persona al General Franco. -¿Y lo vistes de cerca? preguntó Germán.-  Sí, lo puede ver de cerca. A Jerez solía ir con cierta asiduidad para cazar en las fincas de la zona, entonces se sabía que andaba por allí por las personas a las que detenían durante unos días. Franco venía de Cádiz y bajó por la calle Armas, principal acceso a la ciudad siguiendo la parte exterior de la antigua muralla almohade; desembocando en la Plaza del Arenal donde yo me encontraba. Lo vi llegar de frente dentro de un majestuoso Rolls Royce negro, sobre el que habíamos hablado entre los niños, que era un coche blindado. Lo del blindado yo lo entendía como que le podían salir ametralladoras de los guardabarros, pudiéndose convertir en un acorazado, en el caso de que alguien le atacara. Por lo que al ver el coche lo primero que pensé fue en eso y en moverme lo menos posible. 

jueves, 21 de octubre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXXIII


Pedimos otro mojito, y después de que nos lo sirvieran, nos quedamos un rato en silencio pensando cada uno en sus cosas. Transcurrido aquel paréntesis, me preguntó Germán: ¿Tú sabes lo que significa ser un bolonio perfecto?Qué pregunta, Germán. Pues, no. Todos hacemos el bolo en más de una ocasión. ¿Pero perfecto? No lo sé. Será serlo todo el tiempo o de forma sublime, ¿por qué lo preguntas?-. Porque en una ocasión me paró por la calle un señor muy bien trajeado, con una cartera de piel debajo del brazo, y me lanzó sin esperarme:” ¡Joven!, ¿usted sabe lo que significa ser un bolonio perfecto?”.  Por el acento, no era andaluz ni de Madrid, debía de ser de más arriba. –Seguro, porque esa palabra creo que no es de uso muy común, al menos por allí abajo-. Y a continuación dijo: ¡Es usted demasiado joven para saberlo!”,  “yo se lo diré: Un bolonio perfecto es aquél a quien siempre lo han creído gilipollas. Ahora mismo está usted hablando con uno. ¿Ve usted esta cartera que llevo aquí llena de documentos? Pues, los llevo para quemarlos. ¡Que no se le olvide, joven!” Y siguió su camino. –Andaría un poco fuera de sus casillas, ¿no?- Seguramente,  pero, ¿no tiene su puntito? -La verdad es que sí. De vez en cuando uno se encuentra con este tipo de personas que, en un momento dado, tienen una necesidad imperiosa de dejar testimonios a los desconocidos. Y me parece que en la mayoría de los casos, no lo hacen aleatoriamente sino que intuitivamente eligen a la persona adecuada. Creo que lo hacen con buena intención. Unas veces acertarán y otras no, pero creo que siempre suelen dejar huella. Me parece que en tu caso acertó-. Será el calor lo que me hace recordar súbitamente estas cosas tan raras. -El ron también influye, y la distancia Germán-.

Los cohíbas eran como árboles centenarios que se encuentran en su  plenitud: sólidos, galantes, imperturbables. Parecen hechos para ayudarte a permanecer con la mirada perdida, sin control del tiempo ni del espacio exterior. Lo sostienes encendido en la mano, consumiéndose sin parecerlo, hasta que le vas desprendiendo la ceniza que se resiste en caer. Crees que te lo estas fumando pero es él quien dirige, él conoce a quién lo tiene entre sus manos, es él quien te consume si no sabes ir a su paso.

-¿De dónde te viene el interés por la política?, ¿por ti mismo o tienes algún referente familiar?-, me preguntó Germán. –No. Un referente político claro en mi familia no tengo, tengo algunas referencias. En concreto mi primera experiencia, yo la llamaría político-militar, la tuve en el colegio cuando cantaba, bueno cantar es un decir porque siempre fui incapaz salvando el padre nuestro de aprenderme casi nada de memoria, el Cara al Sol y Montañas Nevadas; seguía la música y lo más pegadizo. ¡No me aprendí aquella canción de Roberto Carlos que se llamaba el gato que está triste y azul!, y mira que fue especial para mí aquella canción. Creo que fue la primera canción que me caló hondo de verdad, te puedes imaginar por qué; luego ya vinieron otras. Casi al mismo tiempo, sí tuve dos reseñas familiares que tienen que ver con dos gritos, así de contundente, con dos gritos literales: uno de carácter social y el otro institucional. -¡Coño!, qué encriptadas las tienes-. Sí, pero yo lo entendí todo muy bien. ¿Y a ti de dónde te viene, de tu familia?-. Bueno, en una parte muy importante, sí. Porque en Morón, al principio de la Guerra Civil, murieron casi todos los hombres de mi familia; que eran bastantes. Tanto por parte de mi padre como de mi madre. Coincidió que los dos tenían familiares que eran maestros y concejales. Morón es uno de los pueblos de la provincia de Sevilla donde se pasó más hambre, y murió gente por esta causa durante más tiempo, después de la guerra; si no el que más. –No fue suficiente con la guerra. Y para lo que vino después ya no quedan muchas palabras-. No quedan, no. Allí mantuvieron el control las fuerzas del Frente Popular durante una semana después del Alzamiento. Durante aquellos días que duró la resistencia, se libraron combates muy duros con las tropas que llegaron de Sevilla y en uno de los  enfrentamientos murió el Jefe de la Columna. Lo que motivó que enviaran rápidamente a casi medio ejército al mando del Comandante Castejón, y lo barrieron todo rápidamente. -¿Se llevarían por delante a medio pueblo, no Germán? -La represión fue salvaje. La resistencia a los fascistas había durado una semana y mataron a unos veintisiete sublevados que tenían detenidos por haber intentado hacerse con el control del pueblo. Entre ellos había falangistas, guardias civiles rebeldes y dos curas. -Los enterrarían con todos los honores-. Con todos los honores por supuesto, y llevaran más misas que la Catedral de Burgos. Dios los tendrá a buen recaudo. Pero, cuando entró Castejón en el pueblo, se cargaron a trescientas personas, la mayor parte de Paradas, un pueblecito muy cercano, dándose la paradoja de que allí precisamente no se había matado a nadie. Así que la inquietud política me tiene que venir de la intensidad de un dolor callado que me habrán transmitido mis padres. No somos concientes de casi nada por lo que tuvieron que pasar para sobrevivir y para sacarnos adelante, en buena medida porque se han guardado para sí lo indecible. –No les quedaban palabras Germán-. Y nosotros aquí de veraneo. Bueno, eso ya pasó, hay que desterrar el rencor, pero no se debe perder la memoria. Eso me enseñaron. Supongo que algún día, cuando todo se normalice, habrá que levantar casi media España para enterrar dignamente a tanta gente inocente, y si se cuelan algunos que no lo merezcan que sea Dios quien los escoja; que él sabrá hacerlo. Cuéntame eso de los gritos que me tienes intrigado. -¿Nos pedimos un cuba libre?-  Venga, el tropicola también entra bien.

jueves, 14 de octubre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXXII


Durante el almuerzo una de las compañeras de viaje llamó la atención de todo el grupo para hacernos una propuesta que consistía en dar, las mujeres exclusivamente, un paseo por la ciudad. Al parecer, ya lo habían hablado con Lina, y a ella le pareció una buena idea a la que se apuntó sin disimular el entusiasmo. Todos no lo vieron del mismo modo por miedo a separarse, a dejar a la mujer o al marido solo, o por otros motivos, pero a la mayoría nos pareció un propuesta muy acertada que fue acogida de buen agrado. Cuando terminamos de comer, se organizaron entre ellas y, con Lina a la cabeza, fueron saliendo del hotel entrecruzándonos los comentarios clásicos: “Lina, devuélvemela como te las llevas”,  “a ver si no vamos a tener un disgusto”, “cuidadito con los cubanos” o “Lina, que tú eres la responsable”. Comentarios a los que ellas, también entre risas, respondían: “¿A ver qué vais a hacer ustedes sin nosotras, eh?”, “a lo mejor no volvemos”, y otros más sugerentes como la coletilla “Lina, vámonos que nos están esperando”. Se marcharon, y los hombres nos fuimos algunos al bar del hotel y otros se fueron disgregando según sus apetencias.

Al final, me quedé con Germán charlando en el bar. Nos habíamos tomado un par de mojitos cuando le dije: -Creo que es un buen momento para fumarse un puro. Ya llevamos muchos días en Cuba y todavía no he comprobado a qué saben aquí en la Isla. -Venga, vamos a echarlo-, respondió Germán. Subí a la habitación, saqué dos lanceros de Cohíba de un mazo de seis que me habían vendido bajo cuerda, y bajé con ellos. Le ofrecí uno a Germán, y al verlo dijo: - ¡Joder! con este puro tienes, por lo menos, para dos corridas; de toros se entiende-. Echamos una carcajada y le dije: -Has estado muy fino, Germán-. Lo encendimos y nos pedimos un cuba libre. Hablando del gusto por fumar, Germán continuó diciendo: –Nunca he sido un fumador empedernido, aunque siempre he tenido inclinación a fumar. Desde muy jovencito encendía a escondidas los puros de las bodas que guardaba mi padre en el cajón de sus pertenencias; aunque él no era fumador. Hice el intento de fumarlos en un par de ocasiones, pero las dos veces que lo hice me provocaron una descomposición brutal con la primera calada. Y, como además lo hacía dentro de la casa te puedes imaginar, siempre era descubierto, afortunadamente antes de que me desmayara, o algo peor. Pero, sin embargo, no me alejaba de ese interés por seguir haciéndolo. Recuerdo que a mi tía Rosa, con la que tenía una gran complicidad, le repetí en varias ocasiones que quería fumarme un cigarro, a lo que ella siempre me respondía que me iba a hacer uno de matalahúga, pero nunca llegó a dármelo. Así que lo intenté por mi cuenta, ¿y sabes con qué pretendí una vez liar la matalahúga?, ¡con papel de estraza! -Menos mal que no eres un fumador empedernido, Germán-, le dije. Lo que nos provocó de nuevo la risa. –De verdad, es cierto-, reiteró Germán. -Creo que a todos los niños nos prometían en aquel entonces los famosos cigarrillos de matalahúga, que por cierto, yo no vi nunca a nadie fumarlos. -Yo tampoco-, dijo Germán. Entonces soltamos una carcajada por el énfasis que le había puesto a su afirmación y por la gracia con que la dijo. -Pues, ya cansado de esperar. Por fin, un día me compré uno. Fue a la entrada del cine de verano que estaba cerca de mi casa. Iba con mi hermano más pequeño y le pregunté, ¿nos compramos un cigarro? Recuerdo su cara y su silencio, porque no supo qué decir. Al final, me compré un Pall Mall sin boquilla en uno de los carritos que vendían pipas,  altramuces y chucherías a las puertas del cine. Le di un par de caladas, pero entre el miedo, la mala conciencia por lo que estaba haciendo y porque aquello estaba horroroso, lo tiré inmediatamente. Lo más interesante de este episodio, con el que pretendía de forma irracional imitar a las personas mayores, era que en cuanto puse un pie en la puerta de mi casa, mi madre me dijo: “Tú has fumado”. Y todavía me estoy arrepintiendo-.Volvimos a reírnos porque entendíamos muy bien los costes que tenían aquellas aventuras de hombre mayor; si te pillaban. Y quién se podía imaginar entonces que, veinticinco años más tarde, se prohibiría fumar en España en todos los lugares cerrados, e incluso en los espacios abiertos, para evitar que otras personas se vieran afectada por el humo.

jueves, 7 de octubre de 2010

1985 Cuba - Capítulo XXXI




Como teníamos el día libre, la mañana siguiente la dedicamos a recorrer la ciudad. Santiago era una ciudad hermosa, con calles andaluzas y casas coloniales de influencia española y francesa: los cierros, la madera y las flores nos acompañaban a lo largo del camino al Museo Emilio Bacardí, que habíamos decidido visitar. Allí nos recreamos en las obras de arte, en los objetos antropológicos y de destacadas personalidades de la historia contemporánea cubana. A la salida buscamos un lugar donde tomar algo. No había muchos bares, cafeterías o terrazas donde poder hacerlo, pero encontramos uno, que en sus tiempos debió de ser una gran cafetería o local de copas. Hacía esquina con dos calles y tenia varias puertas de entrada. No era difícil imaginarse los veladores en el exterior, llenos de gente vestida de blanco leyendo la prensa, comerciando o recreándose en el ambiente de la ciudad al resguardo de unos toldos rayados, y a los limpiabotas, con su habitual diligencia haciendo su trabajo. Entramos y nos encontramos un prolongado mostrador de caoba y la pared cubierta de viejos espejos donde se duplicaban las escasas botellas de ron que tenían en existencia y el perfil de un par de cubanos que estaban acodados en la barra. Sólo algunos de lo que entramos nos pedimos un vaso de ron que desgarró nuestras gargantas secas. El vigor del primer trago tuvo un impacto contundente exento de alharacas. Pero, aunque le hiciéramos el camino, como lo surca en la tierra un arroyo cuando recibe las primeras aguas del otoño, no pedimos un segundo trago. Pagamos en pesos cubanos y nos marchamos devuelta al hotel donde todos podríamos tomarlo bien frío con hielo escarchado y hierbabuena.
 
De regreso nos detuvimos en un parque a descansar del intenso sol bajo la sombra de un árbol, cerca de un grupo de operarios que discutían el reparto de incentivos por su rendimiento en el trabajo y otros asuntos organizativos. Podíamos escuchar los argumentos de algunos de ellos mostrando su discrepancia con el movimiento de las manos, mientras explicaban sus razones delante del responsable, que les escuchaba con una mirada paciente, y del resto de sus compañeros de brigada, que participaban estoicos con los brazos cruzados. Germán y yo, que compartíamos inquietudes políticas, nos aproximamos a ellos. Entonces se nos acercó el jefe del equipo y nos saludó ante la indiferencia de todos los demás, que continuaron con sus deliberaciones. Le dijimos que éramos españoles, y él respondió con gesto sonriente: -Bueno, nosotros aquí les llamamos a ustedes gallegos.- Nosotros le insistimos en que nos llamaba mucho la atención la forma de resolver sus problemas laborales, y que teníamos interés en escucharles, ya que en nuestro país las cosas se hacían de otra manera. -¿Y como resuelven ustedes las cosas?-, nos preguntó. -Pues en España las cosas funcionan de forma diferente- Y le hablamos de los comités de empresas, de los distintos sindicatos, etc. Entonces él zanjo la cuestión argumentando: -Bueno, en todos los sitios se cuecen habas, compañero-. Y, aunque hablamos distendidamente durante unos minutos más, comprendimos que nuestra curiosidad podía estar resultándole inoportuna. Le pedimos disculpas por aquel abordaje y nos despedimos dándole las gracias por atendernos. Nos respondió diciendo que en otro momento, si surgiera la oportunidad, estaría bien continuar hablando con nosotros, cosa que mucho le gustaría. Nos deseó que lo pasáramos bien en Cuba y nosotros le respondimos deseándole mucha suerte. Mientras lo veíamos alejarse en dirección contraria, nos fuimos incorporando al grupo, que, unos metros más adelante, nos esperaba alrededor de un banco de madera. Y, seguidamente, continuamos la marcha en dirección al hotel.
 
Mientras caminábamos, alguien comentó que si en Cuba los cuarteles se destinaban a escuelas, los palacios a casas de cultura y los obreros discutían entre ellos las gratificaciones por su rendimiento en el trabajo, eso quería decir que, a pesar de sus limitaciones y carencias, esa realidad se aproximaba mucho al ideal de la revolución. Una realidad que, por cierto, no tenía réplica en la inmensa mayoría de los países del entorno y en toda América del Sur, saqueados económicamente y devastados -cuando no humillados- en el plano social. Aquellos símbolos basados en la cultura y sustentados en una filosofía política que había subvertido el orden economicista del país, en favor de un desarrollo más igualitario, despertó en algunos de nosotros una abstracción romántica en la que estaba justificado creer. Pero en Cuba, desde la perspectiva de un europeo, las cosas tenían muchos matices: se podía pasar del negro al blanco muy rápidamente. Y buscar la afirmación de las expectativas previamente concebidas, resultaba un ejercicio siempre impreciso,  en el que contaba mucho la osadía de la juventud y la falta de experiencia.
 
En fin, se trata de disfrutar del viaje, y no de hacerle una auditoria al sistema, le comenté a Germán en tono jocoso. Y él, con una sonrisa, me respondió: Siempre nos salvará el humor, compañero. -A nosotros, y a los cubanos-, concluí. Cuando llegamos al hotel cumplimos con otra expectativa menos trascendental, pero igualmente deseable, como era la de tomar un daiquiri o una cerveza helada antes de la comida.